“Cuando tienes 85 años, tienes hijos y nietos y ves que no les vas a dejar nada, a menos que votemos para que esta gente salga del gobierno en Brasil, en Londres, en Washington… Van a arruinar el mundo. Quiero decir, hemos ayudado a arruinarlo, pero lo están haciendo definitivo».
Era 2019 y estas palabras las pronunció en el Festival de Cine de Venecia un octogenario de pelo blanco, larguirucho y con reconocibles grandes ojos azules detrás de sus gafas. El típico discurso que tantos odian cuando se pronuncia en los Premios Goya lo compartió otro compañero de reparto, también octogenario, que soltó proclamas del mismo tenor por sus pequeños labios. ¿Quién piensa en indignarse por la deriva política de quienes gobiernan el planeta y niegan la crisis climática? Pues dos mitos, casi dioses, de las dos principales artes que crearon el siglo XX, el rock y el cine: Mick Jagger y Donald Sutherland.
Quizás lo más difícil para un intérprete es destacar, conseguir que el público no olvide su rostro.
Donald Sutherland debió sentirse como en casa en Venecia. Había caminado por sus calles en Amenaza en la sombra (Roeg, 1973), un clásico del terror de atmósfera mefítica, como corresponde a la ciudad de Acqua Alta. Venecia fue también la huella indeleble del Casanova que interpretó para Fellini en 1976, porque otro mito tenía que venir y darle un papel a su medida; el libertino grotesco y perturbado era para él, no para Robert Redford, elegido en primera instancia por un despistado De Laurentiis que le dio un portazo de despedida cuando Fellini contrató a aquella pelirroja larga y fea –Comer un giorno senza panel– a quien había conocido durante un cameo en el lisérgico y muy extraño –por supuesto– El fabuloso mundo de Alex. (Mazursky, 1970).
“Nunca ha sido fácil ser feo en el negocio del cine”, dijo Sutherland en varias ocasiones. Pues bien, quizá lo más difícil para un intérprete es destacar, lograr que el público no olvide tu rostro. Pues bien, eso fue lo que ocurrió desde que apareció como uno de los “sucios” condenados en otro clásico, pero sobre la guerra: doce de la horca (Aldrich, 1967). Y tenía a su lado a John Cassavettes, un gran actor además de un enorme director de cine, y una de esas bestias devoradoras de pantalla como Lee Marvin.
Voy a vacilar con Liberty Valance.
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Voy a vacilar con Liberty Valance.
El canadiense añade clásico sobre clásico, también de ciencia ficción: La invasión de los ladrones de cuerpos (Kaufman, 1978), rehacer de la legendaria película de Don Siegel, La invasión de los ladrones de cuerpos (1956), con sus cápsulas alienígenas, una metáfora de la amenaza comunista y la Guerra Fría, ya sabes. La sorpresa final en la versión de Kaufman es mucho más aterradora que en la original porque estamos en los años setenta, el mundo está en crisis y el enemigo ya no es el rojo ruso, sino el hijo de cualquier vecino. El rostro transformado, no humano e inolvidable de Sutherland es parte de la historia del cine hasta el punto de convertirse en un meme universal: el colmo del reconocimiento actual.
Porque cada vez que se pone delante del bicho –la cámara– los demás desaparecen. Lo demostró de nuevo en la Guerra de Corea –las guerras de Donald: hablaremos de ellas más adelante–, es decir, en MEZCLA (1970), con Altman a los mandos, otro que conocía el oficio desde hacía tiempo, lo suficiente para dar la vuelta a una industria decrépita y enfrentarse a la propaganda bélica que había llevado a los americanos a la injusta y molesta masacre de Vietnam. Actores, directores, guionistas que formaban el grupo de los moteros salvajes, la generación de los setenta, la que salió “rebelde”, como decían las abuelas. Sutherland, pese a eso, pese a todo, pese a sí mismo, se convirtió en una estrella de Hollywood. Incluso trabajando allí y allá (Europa), con artesanos o autores de renombre, especializándose en villanos –raros–, como en El ojo de la aguja (Marquand, 1981), o en temas de mármol como el detective de klute (1971). Y aquí viene Jane Fonda, pareja de Manifas y amantes: “Estoy devastada al saber que Donald Sutherland ha muerto. Era mi fascinante coprotagonista en Klute y nos encantaba trabajar juntos. En esta foto estamos en el set de Klute con el director Alan Pakula. Donald era un actor brillante y un hombre complejo que compartió muchas aventuras conmigo, incluido el FTA Show, una gira contra la guerra de Vietnam que realizó para 60.000 soldados, marineros e infantes de marina en servicio activo en Hawaii, Okinawa, Filipinas y Japón en 1971. Mi corazón esta roto».
Esta foto es la evidencia contra el activista pacifista y apunta al viejo que muchos años después dijo cosas contra Bolsonaro, Trump y el resto de líderes de las democracias revisadas a la baja del siglo XXI –como Meloni, ¿no, Felipe? – .
Pero volvamos al cine, que es lo que nos gusta: Fonda ganó un Oscar por klutey Donald… palmadita en la espalda y prestigio a prueba de bombas, que para un actor significa poder comer todos los días, por cierto. Aunque nunca fue nominado al Oscar, salvo por el descuento, el honorífico, para que vean qué disparate interesado, injusto e insolvente resulta ser eso de los premios. Quizá porque no tenía cualidades de protagonista victorioso a la americana, así funciona esa industria y sus leyes no escritas. Pero aquí, este admirador lo prefiere en los papeles de segunda línea, mal llamados en castellano despectivo “secundarios”, pero honrados con el “actor secundario” del lenguaje de Shakespeare –al fin y al cabo, era actor– en definición precisa: el intérprete que apoya al protagonista. Porque allí, apoyando, Donald brilló como nadie. No me digáis que no os habéis tragado una película cualquiera, aunque sea realmente mala, sólo porque apareció su sonrisa torcida y sus ojos saltones. (“Muere el actor de Shakespeare”) Los juegos del hambre«, han titulado a raudales las tarambanas. Dame un como y llámame estúpido).
No importa, en cada una de sus actuaciones destaca por su generosidad y la brillantez que da lustre a cualquier producción, buena o mala, mientras que su aspecto físico, la gran regla del cine, lo encasillaba en individuos ambiguos, complejos, inquietantes. Mejor. Y si encima lo dejaban desbocado, como en la alegre La violencia de Kelly (Hutton, 1970), aparece el bufón, la comedia del arte, la payaso. Y no, no está loco: está interpretando la locura de la guerra. Pero puede hacer cualquier cosa y a cualquiera: mira El águila ha llegado (Sturges, 1976) y su militante del IRA/espía nazi, más rarezas en una película bélica tan extraña que transforma a Michael Caine –el mito que permanece entre nosotros– en un soldado de la Wehrmacht, rodeado de un reparto repleto de estrellas en otra película que no olvidarás.
La guerra no sólo forma parte de su filmografía, sino también de su compromiso como pacifista militante.
La guerra no sólo forma parte de su filmografía, sino también de su compromiso como pacifista militante dentro y fuera de la pantalla cuando cuestiona lo que ahora está tan de moda: el rearme, la matanza de civiles, los toques de corneta genocidas del nacionalismo. Como en la película antibélica por excelencia, la más famosa de todos los tiempos, Johnny tomó su rifle. (Trumbo, 1971), donde interpretó otro de sus pequeños papeles: Jesucristo. Una vez más, siguió la máxima del “sin miedo” que caracteriza toda su carrera. Y de paso, también reivindicó a su autor, Dalton Trumbo, el guionista mártir que no se doblegó ante el senador McCarthy, el cazador de brujas comunista que destruyó a toda una generación de cineastas. Trumbo se vio obligado a dirigir la adaptación de su propia novela tras la dimisión del único director al que se la ofreció, Luis Buñuel. Ahora, imaginen a Sutherland dirigida por el aragonés… Menuda dupla.
Pero también podría ser el padre devastado por el dolor, incapaz de evitar la destrucción de su familia, de su La gente común (Redford, 1980), y hacerte llorar a carcajadas. Y otro padre, pero hecho en austen, El de Orgullo y prejuicio (Wright, 2005): con tres secuencias de nada, da una lección de matices y de sabiduría interpretativa sin fin. O en JFK (Stone, 1991), donde hay un monólogo de casi diez minutos, y eso es media vida en un trozo de metraje.
Y ahí está Atila, por supuesto. El fascista puro y genuino, en toda su esencia criminal, contado por otro paleto de toda la vida, Bertolucci. La escena del asesinato en novecento (1976) es una de las películas más brutales jamás filmadas, no apta para pusilánimes; cualquier otro actor se habría negado de plano a permitir que su público lo identificara de por vida con el malvado personaje, un miedo que se apodera de muchos grandes actores. No así Sutherland. Un personaje así formaba parte de su compromiso con su oficio, su arte. Un compromiso que también abarcaba sus convicciones políticas y humanas más profundas.
Cuando recibió el Premio Donostia en San Sebastián en 2019, explicó por qué seguía trabajando duro: “No tengo mucho dinero, todavía tengo muchas bocas que alimentar, aunque sigo disfrutando mucho de este trabajo que me da libertad y me permite vivir vidas que nunca me habría atrevido a vivir”.
Donald Sutherland, el pacifista, siempre estaba dispuesto a coger su rifle.