Raro será el historiador que no se haya preguntado ni una sola vez cuánto conocimiento perdió la humanidad cuando se quemó la Biblioteca de Alejandría, el archivo cultural más famoso de la antigüedad clásica. Las bibliotecas anteriores padecían un localismo francamente provinciano incluso para la época y se dedicaban, más que nada, a preservar las tradiciones de su ciudad y las ocurrencias de sus sobrevalorados héroes. Alejandría era un asunto completamente diferente. Buscó el conocimiento universal, a pesar de que el universo conocido en ese momento era una lágrima en el océano. Muchos sabios griegos fueron allí para ver si podían aprender algo de lo que otros sabios habían descubierto en otros pueblos, y así lo relataron Heródoto, Platón, Teofrasto y Eudoxo. Sumergirse en la Biblioteca de Alejandría debía ser el sueño de cualquier mente inquieta de la antigua Grecia y sus alrededores.
A lo largo de los años y siglos, los reyes macedonios y egipcios que se consideraban herederos de Alejandro Magno, y especialmente los Ptolomeos, como los llaman los estudiosos, se involucraron en la adquisición de libros, a veces pagando una fortuna y otras confiscándolos a quien los atracó su barco en Alejandría. Ptolomeo III, por ejemplo, dio un golpe maestro al alquilar los originales de Esquilo, Sófocles y Eurípides por la escandalosa cifra de 15 talentos. Les dijo a los gobernadores atenienses que se las dejaran para copiarlas, les devolvió las copias a escondidas y guardó los originales en la Biblioteca de Alejandría. Los atenienses, al menos, se embolsaron los 15 talentos.
Los estudiosos actuales piensan que la librería no fue destruida en un solo incendio catastrófico, sino en varios, empezando por un error de cálculo de Julio César -que sólo pretendía quemar la flota enemiga, el pobre, y se llevó media ciudad por delante- y acabando con 400 años más tarde por Teodosio I y su manía por erradicar a los paganos. El caso es que allí no quedaba ni un puto libro.
Y hoy corremos el mismo riesgo. El papel de esa venerable institución lo cumple hoy Internet, donde se deposita de una forma u otra todo el conocimiento producido por la humanidad, ¿no? Pues no, no es verdad.
Hay millones de papeles (artículos científicos revisados por pares) que están en riesgo de desaparecer. Toda esta producción de los investigadores mundiales flota ahora mismo en un limbo existencial, porque no están recopiladas en ninguna de las principales bases de datos digitales utilizadas por científicos y docentes, y en las que se apoyarán los historiadores del futuro para comprender nuestro tiempo. , no es una tarea fácil. De una muestra de siete millones papeles identificado por su DOI (identificador de objeto digital, una especie de registro de publicaciones académicas y oficiales), faltan nada menos que dos millones en los archivos que todo el mundo consulta. La producción de conocimiento, que alcanza velocidades récord en nuestro tiempo, ha superado por completo la tenacidad de los archiveros, ya sean de carne o de silicio. En lo que va del siglo XXI han desaparecido 174 revistas profesionales de acceso gratuito. La Biblioteca de Alejandría arde, y esta vez sin ayuda de César ni Cleopatra.
Es fácil pensar como un cínico y decir que de la basura que la gente publica, es mejor que se pierda la mitad. Pero esa es una actitud miope. En primer lugar, porque gran parte de esta producción fungible se archiva de forma segura en bases de datos de disolventes. En segundo lugar, porque no sabemos qué parte de la investigación que estamos perdiendo valdrá la pena algún día, ya que nadie puede leerla. Y tercero: si estos estudios no sirven, ¿para qué los hacemos? Guarde la biblioteca. No seas viejo.