Los ídolos andróginos que llevan a las mujeres japonesas a una espiral de deuda y prostitución
Son jóvenes, andróginas y, para muchas mujeres japonesas, irresistibles. “Mi profesión es ser guapo”, reza el cartel de uno de estos chicos escort en Kabukicho. Este barrio de vida nocturna de Tokio es el centro de gravedad de las discotecas, también para mujeres. El fenómeno empezó a preocupar a las autoridades hace aproximadamente un año, no porque sea ilegal, ni mucho menos inmoral. Simplemente porque está llevando a muchas mujeres -en algunos casos, apenas pasadas la adolescencia- por un camino de deuda y prostitución al que es difícil regresar.
Al aterrizar en el distrito tokiota de Shinjuku, los clichés sobre el envejecimiento de la sociedad japonesa parecen estallar. Las calles están repletas de gente joven y de ocio, tiendas, bares y restaurantes. También los clubes de carácter algo opaco para el profano, en los que los extranjeros -comienza a haber bastantes- no son bienvenidos, a menos que sepan japonés.
La explicación de la animada multitud es que Tokio sigue siendo una aspiradora para millones de japoneses ambiciosos. Para los jóvenes, concretamente, el distrito de Shinjuku es uno de los dos o tres imanes de esa atracción fatal. Su barrio de Golden Gai, que a principios de los años cincuenta era el epicentro de la prostitución para las fuerzas de ocupación estadounidenses, fue conquistado por la bohemia hace décadas. Hoy cuenta con 280 bares, pequeños como barras de chocolate, ubicados a lo largo de seis callejones. A pesar del nombre (“gai” significa bloque en japonés), el verdadero barrio gay de Tokio no es ese, sino Shinkuju 2, a tiro de piedra.
Pero el barrio de la zona que hace correr ríos de tinta desde hace aproximadamente un año es Kabukicho. La zona de discotecas, casas de masajes y, para alarma de la sociedad japonesa, de inducción a la prostitución callejera cada vez más visible y, sobre todo, cada vez más joven. Entre los 35 arrestos realizados por la policía durante un solo mes en el cercano parque Okubo, 14 de ellos, el 40%, dijeron que se prostituían para pagar las visitas a sus ídolos.
La diferencia entre Kabukicho y cualquier otro “Chinatown” del planeta es que el riesgo de que te roben la cartera en la calle es casi nulo, mientras que la posibilidad de perderla con todas las de la ley, en forma de billete, es casi nula . una certeza. En el último año, las inspecciones han comenzado a ser pródigas, a la luz de lo anterior y tras la denuncia de una mujer que se sintió acorralada para seguir bebiendo, antes de ser acompañada a un cajero automático para saldar una factura de más de cinco mil. euros.
Una cantidad nada extraordinaria en estos clubes, donde se dejan querer chicos que gastan mucho más en maquillaje, ropa cara y cirugía estética que sus clientes. Como ocurre en el caso de los clubes masculinos japoneses, poco o nada sucede dentro de sus ostentosas paredes estéticas, aunque la relación puede continuar, de mutuo acuerdo, fuera del trabajo. En el caso de los clientes, el vínculo emocional se refuerza con una regla de oro: una vez que eligen un “novio casual”, ya no pueden cambiar.
No sin sorpresa, la soledad es un gran negocio en una conurbación con 37 millones de almas hacinadas. Anteriormente, quienes más frecuentaban estos sitios eran mujeres mayores y más ricas que sus “anfitriones”, a quienes nunca les preguntaban sobre su edad o su trabajo. Pero las hicieron sentir como princesas de Disney, en un ambiente de candelabros de cristal y champán burbujeante. Esto, naturalmente, está a cargo de ellos.
Algunos de estos tipos, como Roland, que ahora tiene treinta y tantos años, se han hecho famosos en la televisión y en los mangas. Ganaba 350.000 dólares al mes, según su propia confesión. La imagen de los ídolos que más dinero ganan con sus clientes se renuevan mensualmente, por riguroso orden de facturación, en las puertas del club. Algunas de sus “novias” por horas pagan con gusto pirámides de copas de champán Dom Pérignon para su elegido, para que permanezca en la cima. Cuando llega su cumpleaños -el del niño, por supuesto- su generosidad y la del resto de mujeres con las que la comparte se multiplica.
Nada que objetar a un trato entre adultos, si no fuera porque, en realidad, todo es mucho más opaco. Las inspecciones han detectado irregularidades en tres de cada cuatro clubes y han cerrado algunos. Los precios, además de abusivos, no siempre son visibles y un japonés, como es sabido, tiende a renunciar a lo que le piden.
El problema se agravó con la introducción de métodos de pago a crédito. Los yakuzas, las mafias, nunca están lejos de estos negocios y saben convencer a los morosos. Una mujer que acumulaba una deuda de 60.000 euros fue condenada por el propio establecimiento a saldarla vendiendo su cuerpo en el extranjero. Ellos se encargarían de todo.
En realidad, como se ha señalado, las chicas azafatas suponen ya más de la mitad de los clientes de estos chicos escorts o gigolós -según el caso, precio y ubicación-, en una especie de venganza. El 70% de las veces serían chicas de veintitantos años, en un cruce inevitable con el otro fenómeno social del barrio que está copando titulares.
Se trata de los «Toyoko kids», los adolescentes fugitivos, que a menudo llegan en autobús nocturno desde todos los rincones de Japón, y que gravitan alrededor de la plaza del edificio Toho, también en Shinjuku. Chicos de ambos sexos, con ídolos y códigos estéticos compartidos, pero sin techo, cerca de la zona más licenciosa de la ciudad más grande del mundo. Un cóctel explosivo.
En el mejor de los casos, pululan por los “manga kisa” o cafés manga, que funcionan como biblioteca, cibercafé y, gracias a algunas casetas, como una versión horaria y empobrecida -aún más pobre- de los hoteles cápsula.
Las autoridades tienen el ojo puesto en el fenómeno desde el año pasado, siendo los trabajadores sociales los encargados de evitar que acaben en el citado parque de Okubu. No siempre es fácil. La cercanía a estos jóvenes y a sus vidas bañadas en champán es precisamente lo que les alejó del pueblo o del arrabal. De modo que compiten entre sí y con mujeres ricas por la atención de sus ídolos. Quizás andrógino y metrosexual a los ojos de un europeo, pero simplemente encantador para muchos asiáticos.
Además de ser un consumado manipulador psicológico -se podría añadir- a la hora de estirar la factura de su amada víctima. Porque cuando una mujer pide champán es obligatorio que todo el club se entere, con armonía y láser y hasta una decena de sonrisas acompañando el descorche.
El brindis reúne a todos los camareros de la compañía y el resto de clientes se ven prácticamente obligados a pedir otra cosa -algo más caro- para devolver a su novio a la mesa. El pulso puede continuar in crescendo hasta las botellas de champán por valor de un millón de yenes -un millón de las antiguas pesetas- o de coñac Luis XIII, dos millones o, al cambio, doce mil euros por botella. Entonces sí, la mirada del efebo se aleja del teléfono y se vuelve tierna, debido a la prueba de amor. Al contado, a crédito o a plazos.