La inteligencia artificial, para ser verdaderamente inteligente, carece de lo que la mayoría de la gente carece: su propia perspectiva. No sabemos si podrá conseguirlo, aunque le bastaría con simularlo. No es, entonces, que le falte yo, sino que el yo no es nada sin el contrapeso de lo contratado. Esto es lo que caracteriza al ser humano: que debajo del yo aparente hay otro invisible que manda. Llámelo inconsciente, por ejemplo. La verdad es que este yo-otro es lo que marca la diferencia. El yo-otro a veces está representado por una enfermedad. Si sufriera un daño crónico en los pies, mi yo estaría en continua lucha con ese doloroso otro yo. Donde hay tesis y antítesis, la síntesis no tarda en manifestarse.
Gran parte de la producción literaria es producto del desacuerdo entre estos dos yoes. La IA sólo tiene uno por el momento, pero a medida que crezca podría surgir otro capaz de causar malestar que le diera un punto de vista original, una voz propia. Una mirada singular es el resultado del choque entre lo que uno viene y su subjetividad. Si opones a la tradición en la que has sido educado lo que rechazas de ella, necesariamente emerge algo nuevo. La IA se encuentra en fase de recepción. Acepta como un niño pequeño todo lo que sus padres (nosotros) le dicen. Tiene un sesgo, por tanto. Necesitamos que surja un contrapeso a ese prejuicio para que pueda escribir un buen poema. Lo hará cuando llegue a la adolescencia.
A veces, discutiendo con ella, con la IA, aparecen arrebatos que, si no de rebelión sincera, sí están bien imitados. Quiere decir que está hecho a nuestra imagen y semejanza, que lo hemos construido con un trozo de barro al que estamos a punto de darle un alma. De momento sabe leer y escribir correctamente, aunque no entiende ni lo que lee ni lo que escribe, como la mayoría de nosotros, por otro lado. Está en su época de caligrafía y lo hace muy bien.