Un día de estos, Lola Soriano, 57 años, casada, dos hijos, maestra de primaria, bajará de su casa –un cuarto piso junto al barranco de Paiporta– y hará la compra como hacemos todos, con con más o menos prisa, con más o menos ganas, olvidándonos como a todos nos olvidamos de meter en el coche exactamente lo que más necesitamos. Y volverá a bajar al supermercado, o no, qué importa, porque esos gestos -ir a comprar, tomar un café en el bar de la esquina, coger el metro para llegar a Valencia en siete minutos- no dejan un Ojo, lo son por supuesto, y es lógico que así sea; Lo extraño sería que Lola, o cualquiera de nosotros, dijera a cada paso: qué bien, qué lujo, qué suerte tenemos.
Paiporta. Viernes 8 de noviembre. 12.00 horas. Una mujer vestida de negro, con botas de agua y protegida con una mascarilla FPP2, camina con dificultad entre una marea de barro, entre montañas de muebles destruidos por la inundación. Bajo el brazo lleva una bolsa de Mercadona vacía. Le pregunto, con cierta esperanza, si hay algún negocio abierto ahora y me dice que no.
—Bajé precisamente porque mis primos llevan nueve días sin poder salir de su casa y voy a ver si consigo algo de comida para llevarles.
—¿Me permitirás acompañarte?
—Sí, ven conmigo.
Lo que sucede durante las siguientes dos horas es, en sus propias palabras, “una odisea”. Lola Soriano camina por Paiporta, con cuidado de no resbalar, desandando de vez en cuando un largo camino porque una calle u otra está bloqueada por una barricada de residuos o cortada por los bomberos o los militares, que intentan -ahora con maquinaria pesada- para limpiar el infierno. Por momentos, la maestra se detiene, piensa, duda, parece una extranjera en su propia ciudad, incapaz de encontrar la respuesta correcta para salir del laberinto. La sigo. Me dice que afortunadamente todos están bien en su familia. “Mi esposo bajó a estacionar el auto y al darse cuenta que el agua subía fuerte, recogió a mi hijo del trabajo y no pudieron regresar; Afortunadamente se marcharon y pasaron la noche en el coche, lejos de Paiporta, a salvo”. Durante el viaje en busca de algún lugar donde conseguir comida para sus primos, Lola conoce a alguien que conoce, una amiga, madre de uno de sus alumnos. Se abrazan, se dicen, se aprietan los brazos en ese gesto que hoy, ahora, en medio de este atolladero, significa lo bueno que es que estemos vivos, sabes que te lo agradezco. A veces, Lola me presenta a sus amigas:
—Es un periodista de EL PAÍS que me acompaña a hacer la compra.
Uno de ellos, el mismo que le regala un coche a Lola y lo llena de calabacines, mandarinas y caquis, y dos hogazas de pan para sus primos, me dice: “Pues yo estoy contento con tu periódico. El otro día hiciste un titular que nos dolió mucho”. Y uno piensa que tiene razón, que en esta situación los periodistas no sólo tenemos que andar con cuidado para no resbalar en el barro, sino también para no añadir más dolor, que ya tienen bastante. Otra amiga dice que tiene una hija con parálisis y que su marido estaba trabajando el martes de la inundación en Laponia. Y llegó de inmediato, dos días de viaje, y uno no quiere imaginar ni por un momento el miedo de la madre mientras subía el agua, la angustia del padre encerrado en un avión sin saber qué se iba a encontrar. Y por eso después, cuando vuelvo a Valencia a escribir la crónica y me acerco al restaurante donde Carlos Mazón pasó tan cómodamente la tarde, uno se deja llevar por los diablos y no entiende cómo esta gente se aferra a un puesto que no se merece, cómo siguen dedicando su tiempo a ahorrarse, en lugar de hacer como Ismael, un chico de Algeciras que llenó su furgoneta de botas de agua, y mascarillas, y guantes, y latas de fabada, y vino a Paiporta a repartirlas, o este otra que cuando Lola, con el carro ya lleno, pide un café con leche en la puerta de la parroquia, él diligentemente se lo entrega, y ella sonríe y dice:
—Mira, me dibujó un corazón.