La generación de mis abuelos soñaba con tener un apartamento, y a ello comprometieron sus esfuerzos en un contexto económico, político y social (décadas de 1950-60) inestable y lleno de dudas. Pero lo consiguieron, fueron los primeros dueños de una clase media que se consolidó como el motor de la prosperidad en España que nadie podía imaginar. A esa generación, trabajadora y paciente, le siguió otra, la de mis padres (años 70-80), que no sólo consiguieron mantener la propiedad inmobiliaria sino incluso, en algunos casos, aumentarla con segundas residencias fruto del ahorro y la inversión. .
¿Quién diría? España vinculó su crecimiento y el de sus ciudadanos al mercado inmobiliario. Así hasta otra generación: la mía (90-). La generación perdida, los hijos malditos de Lehman Brothers. Para nosotros ya no quedaban apartamentos, ni mercado de alquiler, ni nada por el estilo. Desde 2013 y hasta ahora, ha transcurrido una década de acoso y derribo de bienes inmuebles, principal concepto del progreso como sociedad en el bienestar. «Sin hogar no hay futuro» se gritó durante mucho tiempo hasta que quienes gritaban empezaron a hacerlo en el Congreso de los Diputados. Entonces nadie volvió a gritar. Nadie.
Para entender plenamente lo que está pasando con el sector inmobiliario en España hay que remontarse a la crisis de 2008 pero, sobre todo, al modelo de digestión posterior adoptado por los poderes públicos con competencias (Gobierno, comunidades autónomas y ayuntamientos). Este modelo situó toda la gestión del accidente en concentración de créditos y propiedades para posteriormente impulsar la venta de ambas, liquidando las empresas constructoras y promotoras y aliviando, en la medida de lo posible, los balances de las entidades de crédito con sobreexposición al ladrillo. FROB, SAREB, etc. Es todo lo mismo. Una apuesta por descongestionar el sistema para evitar su colapso.
El planteamiento general no ha sido malo, el problema es que ha sido incompleto y parcial. Y ahora, una década después, vemos que el exceso de velocidad en la transferencia de activos y pasivos ha provocado una falta de control en la situación de posesión de los bienes (fenómeno de ocupación) y al mismo tiempo una total incomprensión del poder público en la adquisición de viviendas con el fin de crear un parque al menos similar al de los países de nuestro entorno. Sin vivienda pública y con la vivienda privada descontrolada, sólo faltaba un elemento añadido: el auge del turismo y la penetración del capital extranjero en la inversión inmobiliaria nacional. Definitivamente: la generación perdida nunca tendrá una casa propia.
Todas las leyes de la última década: desde la Ley 1/2013, de 14 de mayo, hasta la Ley 12/2023, de 24 de mayo, por el derecho a la vivienda, se han orientado en la misma dirección: la (legítima) protección de las personas vulnerables. deudor a costa del propietario. ¿La razón? Sencillo: el poder público reemplaza su responsabilidad por omisión transfiriendo su costo al propietario privado, quien también es penalizado fiscalmente eliminando deducciones y aumentando otros impuestos. Porque el objetivo de fondo en todo esto es precisamente ese: el sector inmobiliario en España es un delito cometido por sus responsables.
La última vuelta de tuerca (Ley 12/2023) ha sido ahuyentar a los grandes inversores y penalizar a los presentes con la imposición de cargas procesales y administrativas desorbitadas que nadie tiene intención de regular. Nada como un buena dosis de inseguridad jurídica para curar el sarampión de un mercado que vaga sin rumbo, hacia ninguna parte.
Pasado el tiempo aún queda una opción de salida: reconducir la inversión privada, ampliar la oferta pública y acelerar los plazos para la protección de la propiedad y posesión inmobiliaria con independencia de la condición de persona física o jurídica del propietario. Las estadísticas de la Ley 12/2023, de 24 de mayo, son lo suficientemente negativas como para abrir el debate sobre la conveniencia de un pacto de Estado a nivel territorial sobre la cuestión. Con propuestas realistas, consensos y, sobre todo, sabiendo que las externalidades no se pueden descargar a los dueños.
Los niveles de endeudamiento para la compra de una primera vivienda y la situación de las grandes ciudades obligan a un pesimismo preocupante sobre el futuro de las generaciones posteriores a 1990. Jóvenes que no alcanzan la suficiente solvencia y personas mayores que retiran sus inmuebles del mercado de alquiler debido a al miedo a la ocupación. Problemas que trascienden la brecha generacional e inspiran un temor fundado sobre el futuro si el turismo sigue impulsando modalidades alternativas de alquiler.
No es fácil formular este diagnóstico. Sin embargo, es hora de hacerlo. Hay que denunciar la situación crítica en la que nos encontramos y el horizonte incierto que hoy se dibuja para los propietarios y quienes aspiran a serlo. Una década después, el acoso y demolición de inmuebles es ya casi total.
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